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    2019-05-17


    En el ciclo de novelas que de una forma u otra giran alrededor de la violencia y del narcotráfico, Cóbraselo caro atraviesa todos esos textos para preguntarse, por un lado, por la génesis de la violencia mexicana y por otro, para manifestar el deseo de una limpieza hallada en el modelo de mundo de una mitología prehispánica que aún no había desgranado esa ultraviolencia de la que habla Mendoza. Al decir que Cóbraselo caro atraviesa su narrativa anterior tomándola como objeto de reflexión, se da ikk pathway entender que se convierte en una metanarración en varios sentidos (básicamente respecto a Pedro Páramo y respecto a su producción novelesca dominante), y que lleva a cabo un auto-sabotaje, un sabotaje reflexivo que pone en tela de juicio el modo de representación de su modelo narrativo más conocido. De algún modo bastante efectivo, Cóbraselo caro tiene un efecto desestructurante en buena parte de las novelas que la acompañan, anquilosándolas y haciendo que sus maquinarias se atranquen. Por supuesto no hablo de que tras leer esta obra de Élmer Mendoza el resto de sus novelas pierdan su valor, su capacidad de advertencia en relación a una realidad furiosa, o que no vayan a dejar de circular en el mercado editorial. Al contrario, serán leídas con la misma o más intensidad, pero ello es síntoma de que su modo de representación en tales novelas (Corona 2007) pertenece a un registro hegemónico, automatizado, y que se puede encontrar en el cine o en las novelas populares de Arturo Pérez-Reverte (quien ha reconocido la deuda de La reina del sur con la obra de Mendoza). Sin querer demorarme en exceso en este punto, que merecería una atención cuidadosa y lenta, en un estilo derridiano trataré de explicarlo dando las claves fundamentales de este argumento. Tomemos como ejemplo una novela como El amante de Janis Joplin (2001). El narrador de este texto mezcla la descripción de las situaciones objetivas (“El tiempo no iba a detener a las parejas que bailaban bajo la magia de la Luna en lo alto de la sierra, a la entrada de un cobertizo semioscuro donde sólo había una grabadora y un caset” [11]), la subjetividad de los personajes a través de la que se perciben sus procesos interiores (“¿Quién necesita más?, pensaba Carlota Amalia Bazaine mientras observaba a species richness los mozos que hacían macherías fuera del baile” [11]; “le res-pondió la voz: David, ¿me oyes? La voz, que podría ser la de una mujer que habla grueso o la de un hombre delicado, habitó completamente su cabeza” [18]), y los diálogos de los personajes insertados en las líneas de la prosa horizontal (“Abran paso, dijo alguien y David reconoció la voz de su padre, Papá, no quiero condenarme, ¿Condenarte? Olvídate, si te agarran te van a matar” [19]). Al mismo tiempo, estos tres niveles narrativos se estructuran a través de unas series progresivas en las que cada apartado va avanzando en las aventuras que vive el personaje de David Valenzuela desde que se escapa de México y llega a California, se convierte en jugador de béisbol, se enamora de Janis Joplin, etc. La dinámica de lo que la lingüística denomina “tema/rema” se convierte en el eje de esa progresión en la que el sintagma y la metonimia predominan. ¿Qué conclusión se puede extraer de estos datos de orden narratológico? La de que Élmer Mendoza emplea un modelo narrativo hegemónico que no es muy diferente de una serie televisiva de moda, un film de Tarantino o Ridley Scott, o las novelas de Don Winslow. Si ahora nos fijamos en el modo de representación de Cóbraselo caro nos daremos cuenta de los cambios que introduce en el anterior esquema narrativo. Aunque el narrador sigue combinando la descripción en tercera persona, el retrato de la subjetividad y los diálogos inscritos en la línea horizontal de la narración, sus series ya no son progresivas, sino repetitivas. Es cierto que Nicolás Pureco va en pos de la recuperación del cuerpo de Pedro Páramo, y que para ello realiza un viaje, pero la acción de la novela parece no avanzar. La desorientación de Pureco, su pérdida de la memoria, su confusión en torno a los vivos y los muertos, al pasado y al presente se traduce en una estructura en la que la relación entre Nicolás y las piedras es una situación fija. No es solo que la frase “si la velocidad de la luz es de 300 mil kilómetros por segundo, ¿cuál es el de la oscuridad?” (Mendoza 2005: 16), se repita con diferentes variantes como un estribillo o ritornello de toda la narración.